viernes, 26 de octubre de 2012

Mar de olvido, de Rubén Tizziani (1992)



«¿Qué se habrá quebrado en nosotros al partir? ¿Dónde extraviamos el pedregal de mi padre, las amadas colinas de mi abuelo? Es como si en el atado que por todo equipaje trajimos en el barco, sólo hubiéramos metido la ropa y las cobijas, algunas cacerolas, confusos recuerdos, un loco sueño de riqueza que habría de ser nuestra perdición. Mientras allá, en la casa de piedra que no nos pertenecía pero en la cual habíamos nacido y en la que tal vez debíamos morir, quedaba lo que había sido nuestra vida: un espacio hecho a la medida, los hostiles rostros conocidos, las voces familiares. ¿Detrás de qué absurda quimera partimos? Nunca aprenderá a navegar quien deja el ancla en la otra orilla, no hallaremos vientos favorables, jamás habrá un puerto seguro.
[…]
¿Sabe, Padre? También yo desandé la ruta en busca del lugar en donde, se supone, comienza la memoria. Lo hice tan sólo para descubrir que ya no está, que la lluvia y el polvo han borrado los rastros, que los tesoros prometidos no son más que vino viejo, agrio. He visitado el puerto al atardecer, después de reconstruir paso a paso el camino que hicieron. Los adivino a la indecisa luz del alba: el hombre mostrando la senda, medio metro delante de las dos mujeres vestidas de oscuro; los tres arrastrando penosamente el equipaje en las cuestas, los atados de ropa, el precioso paquete con la comida para el viaje: pollo hervido, un trozo de carne reseca, medio queso duro, un par de botellas de vino del país, un puñado de castañas, un pan horneado al alba por alguna vecina.»

Tizziani, Rubén, Mar de olvido. Buenos Aires: Emecé, 1992.

Imagen: «Moonrise over the sea» («La luna saliendo a la orilla del mar») de Caspar David Friedrich.

lunes, 22 de octubre de 2012

Hacer la América, de Pedro Orgambide (1984)



«Los jóvenes se ríen, se burlan de los viejos que no pronunciamos bien el castellano, que arrastramos las erres, que nos confundimos con las eñes o exageramos las dulces inflexiones de su idioma. Te obligan a simular, a imitar el tono de sus palabras (el sonido, no la música que han creado los bosques y las aguas y los animales y todo lo que está vivo sobre el mundo) y entonces se alegran y dicen que hablas ya como un criollo, pero tú sabes que es mentira, porque en alguna parte de tu habla oyes a tu madre nombrando el pan, la leche, ordenándote que te levantes o te acuestes y oyes también tu patria (lo que creías tu patria, al menos) en la campana que llama…»

Orgambide, Pedro, Hacer la América. Buenos Aires: Brughera, 1984.

Imagen: Philip Wilson Steer, «Beach at Etaples», 1887.

jueves, 18 de octubre de 2012

Libro de navíos y borrascas, de Daniel Moyano (1983)




«Tengo que hablar de un barco que zarpó del Cono Sur, pero sucede que los comienzos, como los finales, siempre me parecieron arbitrarios. Actúan como violaciones. Dejan en el olvido acaso las posibilidades más hermosas. ¿Dónde comienza un barco, o una naranja, o una mujer desnuda? Se necesita un juego para ir entrando en trance poco a poco. En este sentido, cualquier comienzo es como empezar a disponer las piezas, sacarlas de la caja, poner en fila los soldaditos de plomo, que son los juguetes pero no el juego todavía. El verdadero juego empezará más tarde, en el momento menos pensado estaremos jugando sin saberlo. Contar una historia supone enredarse enteramente con el lenguaje. Los soldaditos de plomo o el barquito de papel irán de un lado a otro según los lleven las palabras.
El juego consiste ahora en mover un barco italiano real llamado Cristoforo Colombo, a punto de zarpar del puerto de Buenos Aires con setecientos no deseables a bordo, sobrevivientes de un naufragio cuidadosamente buscado por eso que llaman la Historia, la aburrida suma de los acontecimientos menudos de todos los días, entre los que la gente vive y muere casi sin saberlo.
[…]
Hablar de un barco migratorio es ocuparse de cosas fundacionales. Tremenda responsabilidad. Y qué crimen no llevar un diario de a bordo, cuando cada ojo de buey, cada escotilla, cada estrella que cambia de lugar y luego desaparece para siempre, tiene tanta importancia para las migraciones que vendrán. Son puntos referenciales, como el cuchillito. Según lo calendarios del mar, salir en un barco migratorio es abandonar el continente para siempre. El vapor es mitológico por eso. La fractura.»

Moyano, Daniel, Libro de navíos y borrascas. Buenos Aires: Gárgola, 1983.

Imagen: «The Phantom Ship», de Albert Goodwin (1900).

Línea de fuego, de Syria Poletti (1964)



«Y eché a correr hacia la estación.
Ante las barreras me detuve, aturdida por la repentina resolución.
El monstruo se aproximaba ineludible, magnético. Pasó ante mis ojos y se hundió en la noche. Su ráfaga marcó el instante del tajo con inexorable precisión.
Entré en la estación y pedí un pasaje para Trieste.
-¿Ida y vuelta? –me preguntó el empleado.
-Ida solamente.
Esperé el tren de las doce y cuarto que me llevaría a Trieste, la ciudad a la que atracaban los barcos que zarpaban hacia América.
A la noche siguiente estaría metida en uno de ellos.
Estaba segura de mi llegada a América porque la culpa ya me hería el costado.
Cuando tomé el tren, la nieve seguía cayendo.»

Poletti, Syria, «El tren de medianoche» en Línea de fuego. Buenos Aires: Losada, 1964.


miércoles, 17 de octubre de 2012

Curso de Posgrado "Representaciones del fantástico en la narrativa italiana del siglo XX"


a cargo de la Dra. Viviana D'Andrea de Moreno

Universidad Nacional de Tucumán
29 de octubre - 1 de noviembre de 2012



Los conquistadores del desierto, de Enrique García Velloso, Folco Testena y José González Castillo (1927)




Esta tierra que has regado con tu sangre es tuya...


«Linyera. – Hemos venido a este país, tan lejano; de otras razas y otras lenguas… ¿Para qué? ¿Usted cree que hemos venido a vagar, a robar gallinas? ¡Para eso nos hubiéramos quedado allá!... ¡Todos éramos jóvenes!... Vinimos porque teníamos una ilusión y porque nos dijeron que éste era un país libre y grande… que había mucha tierra generosa para trabajar…
General. - ¿Y no es cierto, canejo…?
Linyera. – Sí señor… Hay mucha tierra… pero es de unos pocos… ¡de unos cuantos…! Y el que no tiene familia o con qué comprar la tierra, no es más que un paria… que debe trabajar día y noche para comer… y vagar siempre, de una cosecha a la otra… de un campo al otro… sin techo… sin amparo, sin ley… porque (con recelo y humildad) perdone usted, nadie es bueno con el trabajador del campo… ni el patrón, ni el pulpero, ni el comisario… ¿Y qué vamos a hacer? Nos acostumbramos a eso… y, vivir por vivir, seguimos viviendo… (Calla. Hay un largo silencio.)»


García Velloso, Enrique – Testena, Folco – González Castillo, José, Los conquistadores del desierto. Buenos Aires: Kapelusz, 1979.



Imágenes: “Fuerte Argentino – Campamento Nueva Roma”, “Ejército Argentino en la ribera del Río Negro”, fotografías de Antonio Pozzo (1829-1910) sobre la “Campaña a Río Negro”.

Misia Jeromita, de Carlos María Ocantos (1898)





Si él emigró fué por humor de aventuras...

«Y Felipe, apretándose la barriga, se acercó al oído del padre y le secreteó buen rato; luego a Barbarossa, y a Pietro y a Giácomo, que descendió de las alturas. Y todos se rieron locamente, estrepitosamente, como al principio; desplomado Barbarossa sobre el mostrador; Giácomo en brazos de Pietro; Nero, el padre, en el escritorio… Callaban y volvían a reírse, siendo todo esfuerzo inútil para detener la desbordada jarana, ni el mismo gesto del patrón, mueca de broma que no llegaba a adquirir la necesaria rigidez del mando.
Felipe, Giácomo y Pietro cantaron aquello de Alle tre, alle tre… haciendo reverencias a Fortunato; y otra vez le pusieron la corona de hierro y le pasearon en triunfo. Barbarossa mismo tamborileó sobre un balde con un par de clavos largos y el viejo Nero se colgó del badajo de la campana, plum, plum, plum, que no parecía sino que tocaban a fuego.
Entraban los mozos empujando la vagoneta vacía y en ella hicieron subir al alegre toscanito, proclamándole el más travieso de los traviesos.»

Ocantos, Carlos María, Misia Jeromita. Madrid: Establecimiento Tipográfico de Idamor Moreno, 1898. 


Después del día de fiesta, de Griselda Gambaro (2005)




Dulce y clara es la noche, y sin viento…


«Le cedió la palabra a Giacomino, que comenzó a hablar de la luz del sol o de la luna contemplada desde lugares donde no se distinguía el origen de la luz y se explayó sobre el tema de una manera imposible de creer: las diferencias si uno veía la luz por un balcón, a través de persianas entreabiertas, de un vidrio coloreado, en el bosque, en un valle, del lado oscuro de un monte cuya cima se dora bajo los rayos últimos del sol. Y cómo la luz, según los lugares y los objetos, era rechazada, se confundía, se mezclaba con sombras y se volvía incierta, difusa, imperfecta, incompleta, fuera de lo ordinario, devenía vaguedad e incertidumbre, y cómo esta vaguedad e incertidumbre pedían de uno para advertirlas una atención extrema, y era gratísima esta observación porque permitía volar con la imaginación hasta aquello que no se ve, concediendo más placer que ver todo enteramente.»

Gambaro, Griselda, Después del día de fiesta. Buenos Aires: Editorial Norma, 2005.


lunes, 15 de octubre de 2012

El padre y otras historias, de Antonio Dal Masetto (2002)


El padre



«De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo. Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. […] Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos de los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.»

Dal Masetto, Antonio, El padre y otras historias. Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

Imagen: Giuseppe De Nittis, «Pioppi nell'acqua», 1878 circa, Firenze, Uffizi, Gabinetto Disegni e Stampe.

Paese, de Gigliola Zecchin (2000)



TIRANÍA DEL ARTE

 A María Negroni


un mármol indeciso se cubre a sí mismo con un paño de tiempo
la memoria trabaja
las manos piensan


en otra tierra
otra mujer de piedra
escucha incansablemente el ruido del mar



Zecchin, Gigliola, Paese. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2000.

Otro lugar, de Elena Bossi (2008)



«Debajo de la mesa, contiene la respiración para que los grandes no la descubran. Un rayo de sol atraviesa el encaje del mantel y Patricia puede ver el polvo dorado que flota; trata de tocarlo, pero las pelusas se arremolinan y escapan.
Una voz pastosa y áspera, de anciano, la del tío Alessandro, recorre la casa. Hay alegría en la mesa: Alessandro vino desde Italia a visitar a Pina y a Gino, los padres de Patricia. También está tío Marco, el hermano de Pina. Claudia y Assunta llegarán más tarde, a la hora de cenar.
Patricia ve, desde su escondite, que Marco tiene los cordones desatados.
Tía Virgina no está porque tiene permiso para salir de la clínica sólo los domingos y hoy es sábado. Virginia está loca desde antes de que vinieran a la Argentina.

Llegan todas las voces un poco acolchadas. Hablan de hace mucho, de otro lugar.

Patricia, ahí acurrucada, casi sin respirar, ve un pueblo con vías anchas y asfaltadas; ve también otras calles, con adoquines. En los bordes, casas bajas; en el centro, casas de dos pisos. Tejas rojas. Patricia recorre el pueblo detrás de la voz de su madre.»

Bossi, Elena, Otro lugar. Córdoba: Ediciones del Copista, 2008.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Le avventure di Chifellino, de Collodi Nipote (1902)




«Cari bambini, vi auguro di non esser mai costretti a traversar l’Oceano per andare in America a far fortuna. Prima di tutto, perché quando uno ha voglia di lavorare, e un po’ di sale in zucca, come voi, può far fortuna anche nel suo paese; in secondo luogo, perchè in America per vivere bisogna lavorare quanto in casa nostra e forse più, con la differenza che invece di far guadagnare col nostro lavoro i nostri fratelli, facciamo guadagnare degli uomini che dovrebbero essere nostri fratelli, ma che invece, quando si sono serviti di noi, ci dànno spesso e volentieri in ricompensa un calcio... nel posto della cosa.

Ma se qualcuno di voi fosse così fortunato da poter fare quel viaggio per divertimento, gli dò il consiglio amorevole, paterno, disinteressato, di portarsi un dottore in tasca, perchè novantanove volte su cento potrà capitargli come medico di bordo un ammazza-cristiani, come quello che toccò a Chifellino.

Si chiamava Meo Lopurgo. Il suo sistema di cura si riassumeva, cosa strana, nel suo casato; purgava tutti. Nella farmacia di bordo non aveva che olio di ricino, sale inglese, e la fiamigerata canna da clisteri.»




Collodi Nipote, Le avventure di Chifellino. Libro per i ragazzi, con illustrazioni di Carlo Chiostri. Firenze: Bemporad & Figlio – Editori, 1902.