viernes, 31 de mayo de 2013

Luz de las crueles provincias, de Héctor Tizón (1995)



«Giovanni recordaría durante mucho tiempo que en su aldea sólo unas pocas casas estaban habitadas y sus moradores eran muy viejos o muy tontos, cuyo destino era morir en la indigencia con orgullo o abandonar lo único que habían conocido. Las eras estaban yermas de tanto dar a lo largo de siglos y no valían nada, empequeñecidas, además, por las sucesivas divisiones. Ya no había lugar para una nueva familia. Pero, a pesar de todo, en su bodas habían alcanzado un capón, cuatro gallinas y un pavo para que comiese hasta el hartazgo toda la gente decente, aparte de los restos sobre los que se abalanzaron los mirones que estaban al acecho al caer la noche y cuando casi todos se habían ido y estaban muy borrachos los que quedaban.
Al día siguiente, muy temprano, el padre lo mandó llamar. Cuando él bajó de su cuarto lo vio observando las cenizas del fogón. No hacía frío ni corría viento.
—Todos sabemos lo que es este mundo —dijo el padre cuando se sintió que Giovanni estaba de pie cerca de él—. No tenemos nada que comer. Nos consumimos.
Él no dijo nada.
—Esta casa no da para dos y estoy demasiado viejo para ser yo quien se vaya... Y no voy a morirme pronto.
Él quiso decir algo; intentó decir que iba a llamar a su mujer que dormía arriba.
—No —dijo el padre—; ella no dirá nada, ni servirá que opine. Las mujeres sólo opinan cuando viejas, y demasiado... Deben irse, Giovanni.
Él estaba pálido y frío y alcanzó a balbucear:
—¿Cuándo?
—Cuanto antes —dijo el padre—; aquí no podemos esperar la misericordia divina. Esta tierra es tan pobre que ni siquiera Dios puede hacer nada con ella.
Giovanni notó que la claridad del día, metiéndose por la alta ventana, comenzaba a destacar las cosas: los peroles colgados, la fiambrera vacía, el perfil del padre con sus bigotes lacios abundantes y encanecidos, e intentó replicar.
El viejo entonces, incorporándose de junto al fogón y levantando la voz, dijo:
—¿Puedes decirme desde cuándo te permites hablar como si fuéramos iguales?... Te quedarás un par de semanas y luego se irán... El vapor sale a fin de mes y el cura lo ha arreglado.
Nunca olvidaría el triste adiós a la casa paterna, aquella mañana camino del puerto. Don Arigo, el cura, que para mantener el culto, a él mismo y a su barragana necesitaba dar misa y repicar en cinco aldeas a la redonda, les prestó su propio carruaje para viajar hacia el puerto y además les regaló una gallina asada y un escapulario. En un baúl llevaban todo lo que ambos tenían, incluido un grueso libro, de hojas apergaminadas y tapas de piel de chivo que el viejo le entregó diciéndole que lo conservase como lo habían hecho él y su padre y su abuelo y su bisabuelo y los anteriores porque allí estaba todo. Era el alba de un martes templada, luminosa e inapropiada para tan triste ocasión. Sólo media docena de personas estaban en el patio bajo el parral y el viejo dijo:
—No habrá despedida. Odio los velorios y las despedidas, de modo que pueden irse de una vez —después besó a Giovanni y entró en la casa. Nunca más volverían a verlo ni saber de él.»


Héctor Tizón, Luz de las crueles provincias, Buenos Aires, Alfaguara, 1995.


A la memoria de Héctor Tizón.

El mar que nos trajo, de Griselda Gambaro (2001)



«En el verano del ’89 se produjeron dos acontecimientos importantes en la vida de Agostino cuyo transcurso no le había deparado sufrimientos ni alternativas notables. En primer lugar, su futuro cuñado intercedió ante la compañía naviera en la que trabajaba y le consiguió un contrato como marinero en la línea Génova Buenos Aires. En segundo lugar, se casó con Adele.
Él tenía diecinueve años y hasta ese momento sólo había conocido la isla y el mar que la rodeaba. Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas que, según la pesca, concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se trabajaba mucho y se ganaba poco. En cambio, marinero en un buque de ultramar, su porvenir sería distinto, y bien lo sabía por los paisanos embarcados que cada dos o tres meses regresaban a la isla con provisiones exóticas, regalos y dinero en el bolsillo. Decían que el trabajo distraía de la ausencia.»


Griselda Gambaro, El mar que nos trajo, Buenos Aires, Norma, 2001.

La tercera ciudad, de Norma Pérez Martín (2003)



«María Luisa estudió con Victoria y Magdalena en el colegio italiano Cristóforo Colombo. Más tarde, ella y Magdalena ingresaron en la Escuela Normal. Jerónimo se inició, poco después, en la Marina Mercante. Durante toda la carrera, hasta graduarse como ingeniero naval, sus temas obsesivos giraban alrededor de barcos, puertos y viajes. ¿Será pariente de Colón, o de Solís? ¿Acaso de algún pirata?, se preguntaba la niña.
Hubo épocas en que Francisca se sintió muy próxima a la “tía” Luisa. Tomaban el té en El Molino, o en la confitería Richmond. María Luisa la llevaba al teatro Avenida, frecuentaban las zarzuelas y el cante jondo. Cuando vio “El último Cuplé” en el cine, Francisca quedó atrapada. Algo extraña era el alma de María Luisa. ¿Habrá parientes de Don Pedro de Mendoza en su familia? Pero... ¿Por qué el tío Jerónimo viaja tantas veces a Francia y nunca a España? Ansiaba María Luisa que su hermano la llevara a Madrid, a Sevilla, a Galicia. Nunca pudo convencerlo. Jerónimo la ponía furiosa, rodeado de amigas coquetas y aprovechadoras.
Francisca tardó en advertir los cambios que mostraba Luisa Ressio. La compañera de confiterías y teatros se encrespaba contra el círculo femenino que revoloteaba alrededor de Jerónimo. Lo amaba y lo odiaba a la vez. Sin duda eran los celos, justificados o no, que unían y desunían a estos hermanos.
La Hora Italiana en la casa de las tías trajo, desde la radio, cenas nostalgiosas. Tito Schippa, Carlo Butti, Carusso... vibraban en el corazón de Victoria. Francisca repetía en soledad:

                                   Torna piccina mia
                                   torna con tuo papá

Las noches de diciembre inundan el patio y ese papá, desconocido y eterno, se levanta entre las flores. Es un arco sonoro que rodea el jardín. Escenario fugaz, adonde acude Piti.
Sobre los hermanos Ressio iban y venían muchas historias. Magdalena mostraba gran devoción por Jerónimo. Francisca aprendió a darse cuenta cómo se derretía por ese hombre. Todo un caballero, repetía Magdalena sin disimulo. Victoria hacía oídos sordos. Esos seres extraños, hermanos tan especiales, pasaban los días con un refinamiento de príncipes destronados.
Todo se mezclaba entre contradicciones y episodios confusos. Francisca empezó a descubrirlos como si levantara telones que se abrían hacia una realidad que tardó en desentrañar.»


Norma Pérez Martín, La tercera ciudad, Buenos Aires, Francachela, 2003.

Inocentes o culpables, de Antonio Argerich (1884)



«En las inmediaciones del Mercado del Plata, existía un Café y Fonda, que por el tiempo en que principia la presente narración, gozaba de muy buena fama entre la gente proletaria.
Era su dueño un rudo italiano, llamado José Dagiore.
Diez años ántes, y teniendo él veinte escasos, había desembarcado, con otros tantos inmigrantes en la playa de la capital argentina.
Siempre, y en toda condición, es mas fácil la vida para todo el que busca pan ofreciéndose á ejecutar cualquier trabajo manual que no requiere aprendizaje ó estudios anteriores. Lo contrario sucede con las carreras liberales, y en general, con los hombres un poco instruidos.
El inmigrante rústico tiene pocas necesidades, no flota su imaginación en una atmósfera de vanidad; acepta cualquier trabajo y se sostiene con un frugal alimento.
Sin embargo, no siempre sucede así, y José Dagiore encontró dificultades en los primeros tiempos de su llegada al país. Al salir del Hotel de Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la via pública por mitad de la calle. Habia hecho relación con estos sus paisanos y todos á la vez buscaban trabajo. Mientras, se arreglaron en un conventillo, manteniéndose á pan y agua. A los pocos días se le proporcionó una colocación en el campo como peon para zanjear: no aceptó por lo que había oido de los indios —y apremiándole las circunstancias salió un dia del conventillo con un cajón de lustrador de botas, y fue á situarse á una plaza pública: otros compañeros del mismo oficio, mas esperimentados que él le arrebataban los marchantes. No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso sobre peso, —aberración económica que solo puede explicar un inmigrante de la bella Italia.
Vagaba, luego, por calles y plazas con su cajón pendiente del hombro por medio de una correa, hasta que cansado se sentaba en el borde de la vereda de cualquier esquina. Allí quedaba perplejo con espresion de idiota: el cambio de clima y de hábitos le producía cierta nostalgia, —quedaba absorto, pensando en algún modo de ganar mucho dinero.
Tuvo José sus momentos de angustias y zozobras, porque llegó dia en que no consiguió un solo marchante. Decidió dejar oficio tan poco lucrativo, pero en varias ocasiones que pudo colocarse tropezó con el obstáculo de no saber el español.
Despues de haber ofrecido sus brazos en varias partes fue ocupado por un maestro albañil para servir el peon.
Horas después de estar desempeñando sus nuevas funciones, parecía que toda su vida no había hecho otra cosa que acarrear ladrillo, llenar los baldes de mezcla y cumplir todas las órdenes de los oficiales.
A las once, hora del descanso, se sentaba apartado á comer su gran pan italiano y pensaba febriciente en el dinero, aislándose en su pensamiento para expandirse en monólogos mentales: mucho dinero, dinero y nada mas: su hambre de oro no espresaba ningun deseo, —era la animalidad descarnada del avaro. Queria ahorrar y así lo hacia, —sobre su hambre, sobre su sed, á despecho de la salud y de la higiene de su cuerpo: ahorraba por ahorrar ó tal vez por hábito heredado en la falta de costumbre de gastar dinero, cumpliendo así, de una manera inconsciente, la misión de ahorrar todo lo que no habían podido comer sus antepasados.
Aun en medio de sus tareas solia quedar perplejo soñando en montones de oro, hasta que la voz de un oficial lo sacaba de su insimismamiento, gritándole desde su andamio: —“Giuseppe, porta un balde de mezcla, súbito!”
Como muchos otros podría haber aprendido la albañilería, pero parece que tenia por este oficio poca vocación.
Al terminarse la construcción de la obra donde trabajaba, pasó el contratista á edificar una nueva casa, pero Dagiore no quiso acompañarle.
Habia ahorrado en este corto tiempo mil seiscientos pesos moneda corriente, y con este pequeño capital empezó á trabajar por su cuenta como vendedor ambulante.
En la fonda, donde comia por la noche dos platos, había contraído relación íntima con el cocinero.
Fue este quien le aconsejó el ingreso al nuevo comercio en que debutaba.
Para la venta de la mañana habían hecho sociedad: el cocinero hacia tortillas que Dagiore se encargaba de vender por las calles, anunciando su efecto con una voz incomprensible. Mas tarde, según la estación, vendia frutas ó masitas.
Así, con muy pequeñas intermitencias, pasaron ocho años. Al cabo de estos Dagiore tenia ahorrados unos veinticuatro mil pesos.
Por este tiempo el propietario de la fonda había comprado un hotel situado en el Paseo de Julio y no pudiendo atender dos negocios á la vez, decidió enajenar el menor.
El cocinero, que se llamaba Vincenzo Petrelli, unió sus economías con las de Dagiore y formando sociedad compraron el negocio.
La casa tenia muy buena clientela y dejaba una ganancia líquida de cinco mil pesos mensuales.
Parece que cuando soplan vientos de prosperidad todo va bien, —pero en el primer año Dagiore tuvo grandes disgustos. Su socio, que siempre había tenido el defecto de la embriaguez, no se contenía, ahora que se sentía amo.»

Antonio Argerich, Inocentes o culpables, Buenos Aires, Imprenta del Courier de la Plata, 1884.



jueves, 30 de mayo de 2013

El juguete rabioso, de Roberto Arlt (1926)



«Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes.
El local era más largo y tenebroso que el antro de Trofonio.
Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano.
Anchurosa portada mostraba en los transeúntes el contenido de la caverna, y en los muros de la calle colgaban volúmenes de historias para imaginaciones vulgares, la novela de Genoveva de Bramante y Las Aventuras de Musolino. Enfrente, como en un colmenar, la gente rebullía por el atrio de un cinematógrafo, con su campanilla repiqueteando incesantemente.
Al mostrador, junto a la puerta, atendía la esposa de don Gaetano, una mujer gorda y blanca, de cabello castaño y ojos admirables por su expresión de crueldad verde.
—No está Gaetano.
La mujer me señaló un grandulón que en mangas de camisa miraba desde la puerta el ir y venir de las gentes. Anudaba una corbata negra al cuello desnudo, y el pelo ensortijado sobre la frente tumultuosa dejaba ver entre sus anillos la punta de las orejas. Era un bello tipo, con su reciedumbre y piel morena, mas, bajo las pestañas hirsutas, los ojos grande y de aguas convulsas causaban desconfianza.
El hombre cogió la carta donde me recomendaban, la leyó; después, entregándola a su esposa, quedóse examinándome.
Gran arruga le hendía la frente, y por su actitud acechante y placentera adivinábase al hombre de natural desconfiado y trapacero a la par que meloso, de azucarada bondad fingida y de falsa indulgencia en sus gruesas carcajadas.
—¿Así que vos trabajaste en una librería?
—Sí, patrón.
—¿Y bastante trabajaba el otro?
—Bastante.
—Pero no tiene tanto libro como acá, ¿eh?
—Oh, claro, ni la décima parte.
Después a su esposa:
—¿Y Mosiú no vendrá más a trabajar?
La mujer con tono áspero, dijo:
—Así son todos estos piojosos. Cuando se matan el hambre y aprenden a trabajar se van.
Dijo, y apoyó el mentón en la palma de la mano, mostrando entre la manga de la blusa verde un trozo de brazo desnudo. Sus ojos crueles se inmovilizaron en la calle transitadísima. Incesantemente repiqueteaba la campanilla del biógrafo, y un rayo de sol, adentrando entre dos altos muros, iluminaba la fachada oscura del edificio de Dardo Rocha.
—¿Cuánto querés ganar?
—Yo no sé…. Usted sabe.
—Bueno, mirá… Te voy a dar un peso y medio, y casa y comida, vas a estar mejor que un príncipe, eso sí —y el hombre inclinaba su greñuda cabeza— aquí no hay horario… la hora de más trabajo es de ocho de la noche a once…
—¿Cómo; a las once de la noche?
—Y qué más quiere, un muchacho como vos estar hasta las once de la noche, mirando pasar lindas muchachas. Eso sí, a la mañana nos levantamos a las diez.
Recordando el concepto que don Gaetano le merecía al que me recomendara, dije:
—Está bien, pero como yo necesito la plata, ustedes todas las semanas me van a pagar.
—Qué , ¿tiene desconfianza?
—No, señora, pero como en mi casa necesitan y somos pobres… Usted comprenderá…
La mujer volvió su mirada ultrajante a la calle.
—Bueno —prosiguió don Gaetano—, venite mañana a las diez al departamento; vivimos en la calle Esmeralda —y anotando la dirección en un trozo de papel me la entregó.
La mujer no respondió a mi saludo. Inmóvil, la mejilla posando en la palma de la mano y el brazo desnudo apoyado en el lomo de los libros, fijos los ojos en el frente de la casa de Dardo Rocha, parecía el genio tenebroso de la caverna de los libros.»

Roberto Arlt, El juguete rabioso. Buenos Aires: Editorial Latina, 1926.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Bimbi al Sole (1930)



I bambini italiani residenti all'estero


«…sono l’innocenza, essi sono l’avvenire, essi sono la vita. Questi bimbi che, in questi mesi estivi, vengono in Italia da tutte le parti del mondo a godere il sole, l’aria, la luce della Patria, porteranno, nei paesi remoti dove li attendono le loro famiglie, un ricordo incancellabile e imperituro. Porteranno, prima di tutto, un ricordo di bellezza e nulla è più educativo della bellezza naturale su l’anima dei fanciulli. Ritornando, essi potranno dire, con piena coscienza della verità, che è verissimo quanto si legge nei libri, e cioè, che l’Italia è il paese più bello del mondo; che il suo cielo è il più limpido, che i suoi monumenti sono i più gloriosi, come quelli che attestano la più illustre delle civiltà. Ancora. Ritornando essi saranno i messaggeri di una più stretta solidarietà nazionale. Ai loro padri, che le vicende della vita obligarono ad emigrare, essi diranno che la Patria, sotto il segno del Littorio, non dimentica nessuno dei suoi figli; che tutti li vorrebbe accogliere ed ospitare nella sua rinnovata coscienza nazionale. Ma se questo non è possibile, questa ospitalità che essa offre ai fanciulli degli italiani residenti oltre le Alpi e oltre il mare, sta a provare con quale animo l’Italia di Mussolini vigila dovunque si parli la lingua di Dante.»


Bimbi al Sole, in «Il Legionario», 12 luglio 1930.

La jirafa de Clemente Onelli, de Alberto Mario Perrone (2012)



Suelo argentino


«“Al partir de Roma con el último cartucho —quince mil liras— que era todo mi dinero, venía con la idea fija de explorar la Patagonia, según los relatos de Julio Verne que me habían subyugado de muchacho. Estaba informado de que en estas tierras me iría bien si me dedicaba al comercio de productos desconocidos. Por lo que, en mi ignorancia, adquirí dos cajas de vinos excelentes, elaborados por los hermanos Giacombini di Genzano. Y ya que me había comentado el propietario de la confitería Ronzi y Singer —ubicada sobre una esquina de la plaza Colonna, donde acostumbraba tomar mi vermouth—, que por aquí no se conocían los marron glasés, me hice preparar tres tarros en almíbar.
Hasta el diario La Reforma anunció mi viaje. Pero ni los marron glasés ni las botellas arribaron a destino pese a que el mismo periódico local, La patria degli italiani, reprodujo el artículo inicial y me llamó ‘un agente del bene, que llegaba para abrir nuevas posibilidades a la producción italiana’”.


Aquel joven que venía a conquistar su América no pudo negarse a destapar las cajas de dulces y descorchar las muestras de vino en las que había invertido la herencia familiar, para brindar junto a las andaluzas con las que compartió su travesía durante tres semanas de navegación y sin pasaje de regreso. Esas compañeras del barco en el que se aventuró cuando era un joven romano lanzado hacia el porvenir fueron mujeres que le confiaron que sus besos las habían hecho felices. Pero él reconocía que lo único que les importaba era el marrón glasé que se iba esfumando de su camarote, tanto como un venturoso comercio entre Italia y la Argentina. Y satisfechas dejaron las bailarinas sus obsequios, durante el viaje que lo llevó a desembarcar con las manos vacías, convertido en un desamparado inmigrante. Lo que no fue devorado era una carta para el doctor Hermann Burmeister, pero cuando estuvo ante el sabio advirtió que él no comprendía una palabra de su idioma italiano. Mientras que el castellano de Onelli había sido libado de esos labios glotones y con pellizcos de aquellas bailarinas que venían, como él mismo, a fare l’América, por lo que se le ocurrió apelar al latín escolar para comunicarse con ese atildado anciano alemanote, que reconoció no disponer de ningún trabajo para él dentro del museo de Ciencias Naturales. Se justificó con los precarios medios con que atendía a su familia, y a un pequeño hijo sobre quien predijo que más le valdría ganarse la vida como docente de Matemática que convertirse en empleado público. Le sugirió ir en busca de otra eminencia, para lo cual le facilitó su tarjeta personal con algunas líneas. Onelli concurrió a conocer a don Pedro Arata, quien en esta suerte de pases de pelota, acabó por abrirle las puertas del museo de Ciencias de La Plata donde encontró la amistad del perito Moreno, uno de cuyos hijos, más tarde, habría de llevar su mismo nombre: Clemente Moreno.
Solo habían pasado tres meses desde su arribo, cuando Onelli salió rumbo a la inexplorada Patagonia. Sucedió como él mismo lo había soñado en su infancia después de leer Los hijos del capitán Grant y convertir a Julio Verne y las aventuras en el extremo sur del mundo en pura y simple idolatría, cuyo impulso, en definitiva, lo ayudó a convertirse en expatriado.»


Alberto Mario Perrone, La jirafa de Clemente Onelli, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.

lunes, 27 de mayo de 2013

Lugar de tierra nuestra, de Mario Vecchioli (1975)



Pionero


«Porque la tierra no tenía límites,
la comparó con su esperanza.
Y oyendo el derredor de trinos, supo
que era su sangre misma que cantaba.

Sintió las hierbas en el aire,
bebió de un sorbo la total distancia…

Y, sin saberlo, comenzó a crecerse
en dimensión de hazaña.

Peleó la gesta como saben
pelearla los gigantes de su raza:
sembrándose en el viento,
hediéndose a labranza
para abrir rumbo a la semilla
que iba a volver multiplicada.

(Después de la cosecha, traería
la joven novia que dejó en Italia)

Un año y otro, y otros muchos años
arando surcos en la tierra vasta.
El tiempo, que también es chacarero,
se los aró en la cara.

Por último, la vida, en su constante
renovación de actores y programas,
lo retiró de escena.

Pero él aun sigue allí, en la pampa.

Dormido, abajo, en ese suelo
que se le hizo patria.

Despierto y prolongado, arriba,
en la robusta savia
de los ya grandes árboles plantados
con esa novia que llegó de Italia.»
                         
                          (Lugar de tierra nuestra, 1975)


Mario Vecchioli, Antología poética. Selección y estudio preliminar de Marta Zobboli y Mirtha Coutaz de Mascotti. Rafaela, Municipalidad de Rafaela, 1987.

Scene familiari campestri, de Benito Zamboni (L'Ortolano) (1944)



A spizzico (De a pedacitos)
Hoy desmenuza el Ortolano


« … De aquel Ortolano recibo la siguiente cartita, que publico con mucho gusto por tres motivos: primero que todo, porque me ahorra el trabajo de escribir; después, porque contiene curiosidades históricas que los literatos no lograrán nunca encontrar en ningún volumen de ninguna biblioteca y, finalmente, porque sé dar lo que gusta a los lectores, publicando un artículo del amigo Ortolano.
Escribe el Ortolano:
“Querido Gavroche:
“Un poco tarde vengo, también yo, a darte mi opinión respecto de la visita de D’Annunzio a los frailes de Maguzzano. La visita debe haber sido motivada por dos cosas: por el renombrado vino del convento y por los versos…. macarrónicos.
“Comprenderás que yo, por buen ‘atorrante’ y buen bresciano, he visitado muchas veces aquel convento. Se alza sobre una encantadora altura, que se eleva bien en el medio de un vallecito, a poco más de un kilómetro del lago de Garda. Rodeado de galerías, de amplia construcción y habitado (por lo menos, lo era en más tiempos, vale decir hace treinta años) por pocos frailes de la orden de los benedictinos, los cuales con su proverbial paciencia, saben hacer un vinito tan bueno que es famosísimo en toda la ribera de Saló donde, asimismo, se los hace excelentes. Nuestro Gabriele, por buen conocedor de vinos (la caída en el jardín así lo informa) habrá querido cerciorarse acerca de si el vino hacía honor a la fama.
“La otra razón se debe, quizás, a que el poeta, después de tantos versos sublimes que dicen había escrito, querrá ahora darnos un poema en versos macarrónicos. Porque deben saber que en Maguzzano y precisamente en aquel convento, fueron escritos los primeros versos de ese nombre.
“Vivía allá, no recuerdo más la época, un célebre fraile que armó gran revuelo con sus versos, en los cuales había mezclado el latín con el dialecto mantuano. Se llamaba Teófilo Folengo, apodado Merlin Cocaio; hombre de gran ingenio y rarísimo en su vida y en su forma de escribir, tanto que logró hacer placenteros sus muy extravagantes versos. Hubo después una multitud de imitadores que, sin su ingenio y sin el mérito de la originalidad, nunca lo igualaron.
“Mucho se fantaseó asimismo por los pedantes, para buscar la razón del nombre ‘macarrónico’ dado a sus versos por el fraile, ignorándose seguramente que la región donde se levanta el convento se llama en bresciano, todavía en mis tiempos, ‘maccarrona’.
“De ella probablemente fue tomado el nombre de los versos, nombre que después de todo se adopta inmejorablemente a su índole extraña pero interesante.
“Atentos, entonces: dentro de poco Gabrielito alumbrará… una ‘fuente’ de macarrones… con salsa….
“Un saludo afectuoso a ti y a todos.
“El Ortolano

Santa Ana, setiembre de 1922.»


Benito Zamboni (L’Ortolano), Scene familiari campestri. Buenos Aires: The Standard, 1944 [Escenas familiares campestres. Posadas: Editorial Universitaria, 1999].

Pasajeros de tercera, de Juan Francisco Caldiz (1949)



«De aquellos mocetones que descendían por millares en el puerto, ¡cuántos, pero cuántos, dejaron la osamenta...! No todos fueron felices, no todos tuvieron suerte, no todos llegaron a viejos como nosotros. Voy a decir una temeridad: yo creo que muchos, muchísimos emigrados vinieron sólo a engordar la tierra para que diera los frutos que nosotros obtuvimos abundantes y maduros...
¡Cuántos cayeron en la brega! ¡Cuántos fracasaron! Pero en el hombre no cuenta sino lo que puede interesar, y el fracaso no interesa... La historia pasa como sobre ascuas por los momentos infaustos de una aventura. Únicamente pondera y agiganta las victorias...»

Juan Francisco Caldiz, Pasajeros de tercera. La Plata: Editorial Renacimiento, 1949.

Imagen: Regreso de la pesca o Riachuelo (1949) de Benito Quinquela Martín (Fundación Konex).

jueves, 23 de mayo de 2013

Inmigrantes piamonteses en Argentina. ¿Por qué llora el abuelo?, de Miguel Ángel Pussetto (2008)



Dos voces


«(El que sigue es un diálogo imaginario entre el nieto y el abuelo, diálogo que puede ubicarse en un poco más de mediados del siglo pasado).

El nieto entra en el dormitorio del abuelo, es una habitación como el resto de la casa, sencilla y humilde, pero que él se encarga de mantener limpia y ordenada.
Allí está, sentado en la cama, con unas fotos antiguas en su mano.
Al verlo entrar, rápidamente pasa el dorso de su mano por esos ojos húmedos que, a pesar de tener tantas arrugas a su alrededor, conservan aún el brillo de otros tiempos.
—¡Hola abuelo! … ¿Qué pasa?... ¿Estabas llorando? —preguntó el niño.
Sin decir mucho, el abuelo, le alcanza tres o cuatro fotos que estaba mirando (en blanco y negro), que se mantienen en buen estado de conservación, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde que las tomaron, observa con atención la fecha, escrita al dorso con lápiz… 1912.
El niño observa detenidamente a la gente y su entorno, una gran máquina trilladora unida por una larga correa a un motor de vapor ocupa gran parte de la fotografía, a un costado una enorme pila de paja, producto del descarte, al ser separada de los granos en ese acto de trillar el trigo.
Pero lo que más llama su atención, son los personajes, con sus sombreros de paño o de tela para protegerse del sol, pañuelos anudados al cuello o envolviendo sus cabezas, bombachas o pantalones anchos y hasta una especie de chiripá (o algo similar), una tela que les rodea la cintura por encima de sus calzoncillos largos, seguramente para facilitar sus movimientos y tener mejor ventilación en días de mucho calor.
Sus facciones… son notables… gente joven, pero su aspecto serio como así también el de sus vestimentas antiguas, las hace aparentar de más edad.
La mayoría de ellos lucen bigotes, unos bigotes bastante cargados y sus miradas, severas en todos los casos, como si fueran conscientes de que el documento que se estaba retratando sería para la posteridad… y así debían lucir, con solemnidad.
—Fijate bien, ¿ves?... Ese en el medio, soy yo. ¿Sabés cuántos años tenía por ese entonces?
—No sé… —intentó calcular a juzgar por su apariencia—, tendrías unos treinta años.
—No… Recuerdo bien esa foto, apenas tenía veintiún años, ya era todo un hombre, capaz de trabajar durante todo el día sin cansarme.»


Miguel Ángel Pussetto, Inmigrantes Piamonteses en Argentina. ¿Por qué llora el abuelo? Córdoba: Fojas Cero Editora, 2008.

L'América. Tierra bendita y dura, de Miguel Ángel Pussetto (2010)



Del otro lado del mar


«La que voy a narrar aquí es una historia verídica, no tan distinta de tantas otras que pertenecen al folclore de aquella gente que llegó en barco, con sus ilusiones y también con sus miedos a cuestas.
De éste, como así también, del otro lado del mar, el dolor del desarraigo lastimaba por igual, golpeando los corazones de padres y madres que vieron desmembrarse su familia con la ausencia terrible y prolongada y con el recuerdo de aquella partida que tal vez, marcaría la separación definitiva con sus seres queridos.»


Miguel Ángel Pussetto, L’América. Tierra bendita y dura. Córdoba: Yammal Contenidos, 2010.

Giuseppe, de Nelson-Gustavo Specchia (2001)



«Ese año de 1920, cuando yo tenía cuatro años, ese otoño habíamos salido de nuestra casa de Arteaga, ‘n la provincia de Santa Fe, toda la familia rumbo a Buenos Aires, al puerto, con todo lo que teníamos. Nos íbamos para no volver, ‘n realidá para ellos, para Papá, para Mamá, para ‘l Tío Viejo, estábamos volviendo, volviendo a Europa, volviendo a casa realmente. Los años ‘n la América pá ellos habían sido transitorios, siempre habían pensado que eran transitorios, que una vez que hubieran ahorráo volverían, y aquel otoño, cuando yo tenía cuatro años, salimos hacia ‘l puerto de Buenos Aires para volver. ‘L día 2 de abril del año ’20, una mañana que soplaba la sudestada, ‘l viento del Sur que hace crecer al Río de la Plata, porque no deja que ‘l agua se vuelque, que salga ‘nel puerto de Buenos Aires al vapor “Indiana”, rumbo a Génova. Un mes entero estuvimos ‘nel mar Atlántico: llegamos allá, a la Italia, ‘l 1 de mayo de 1920, y por ser ‘l día del trabajo, ¡no había trasporte!, tuvimos que quedar un dpia y medio ‘n Genova. Porque ‘nese ‘ntonces ya se festejaba ‘l día del trabajo ‘n Italia, é que estaban los socialistas, ‘l partido socialista, mandaban ellos; por eso é que despué vino ‘l fascismo, porque los socialistas querían mandar a los ingeniero, ‘n los altos horno y quedarse ellos ‘nel escritorio, y ahí se vino la podrida.»


Nelson-Gustavo Specchia, Giuseppe. Barcelona: Galaxia Babel, 2001 [Córdoba: Ediciones del Copista, 2003].

Ommi! L'America. Ricordi d'Argentina nel baule di un emigrante, de Vanni Blengino (2007)



«“Emigrazione di ritorno” è un paradosso semantico, poiché non si può emigrare verso il proprio paese. Siamo di fronte a una forzatura delle parole che accade quando non si ha un lessico a disposizione e si ricorre a parole vecchie per situazione nuove. Questi emigranti contro natura non sono previsti dal vocabolario. Alcuni anni fa si è coniata un neologismo: “vu turnà”, definizione meno sociologica di “emigrazione di ritorno”, ma sottilmente ingiuriosa, da fare pendant con alcuni degli epiteti peggiori che avevano accolto la nostra emigrazione in terra straniera. Per ciò che riguarda la nostra avventura familiare, era come se tutti avessero perso la rotta. Il ritorno era degenerato in nomadismo: un piccolo clan protagonista di una diaspora senza l’illusione di una terra promessa.
Per coloro che erano emigrati nlle Americhe, vi era una unica condizione logica e consequenziale alle premesse che li avevano spinti ad attraversare l’Oceano: quella di aver fatto l’America. Mi riferisco al passato, perché per gli italiani si tratta ormai di un capitolo chiuso. Ma ciò che era impensabile, per chi era emigrato in America nel secondo dopoguerra, era scoprire che l’”America” l’avrebbero fatta coloro che erano rimasti. E invece, che le cose fossero andate così, per il verso sbagliato, che questa anomalia si fosse verificata risultava beffardamente evidente. Bastava guardarsi attorno. La mia famiglia era tornata più o meno con gli stessi soldi di quando era partita. Economicamente era stato un vero fallimento. In Argentina si sapeva che in Italia si stava compiendo il “miracolo economico”. Mentre gli affari a Buenos Aires andavano per il verso giusto, era un motivo di orgoglio per i miei parenti che l’Italia si fosse desta; ma più tardi, quando erano ormai andati in rovina, nel costatare che coloro che erano rimasti in patria avevano fatto fortuna diventava difficile reprimere la dolorosa sensazione di essere stati beffati dal destino.»


Vanni Blengino, Ommi! L’America. Ricordi d'Argentina nel baule di un emigrante. Reggio Emilia: Diabasis, 2007.

Nueve cantos, de José Pedroni (1944)




Nacimiento de Esperanza
(8 de setiembre de 1856)


In nativitate tua gaudebit
universa terra.

1
Con tu nacimiento se alegró la tierra.
Fue el día de la Virgen.
No fue un día cualquiera.
Júbilo de campanas
a lo largo de América.
Fue el ocho de setiembre.
Alabado sea.

Hombres y mujeres habían llegado
de lejanas tierras.
—Grupos de palomas a los árboles
llegan de igual manera—.
Habían atravesado el mar
—nieblas—;
habían alcanzado el “pariente del mar”
—ceibos, palmeras—;
habían llegado a Santa fe
—naranjos, arena—;
habían avanzado hacia la pampa india
—leguas—;
habían dormido de cara al cielo
—estrellas—;
junto al Salado árido
—culebras—;
las mujeres, de oro;
los hombres, como de piedra.

[…]

3

Fue el día de la Virgen.
No fue un día cualquiera.
Camino de su rancho y de su árbol,
van hombres y bestias;
van en familia, lentos,
sobre la tierra eterna.
Éste es el toro que hunde
su bramido en la selva;
ésta es la vaca
con la miel en la lengua;
éste el can
que guardará la puerta;
éste el mozo del puñado de trigo
apretado con fuerza;
éste el niño que duerme;
ésta la niña bella,
y ésta la madre grávida,
por caerse en la hierba.
Se parece a la Virgen,
la noche de la estrella.

Fue el ocho de setiembre.
¡Alabado sea!

José Pedroni, Nueve cantos (1944) en Antología poética. Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2008.


Yuanin, de Elio Reno Culasso (2000)



«Se llamaba “Yuanin”. A secas. Porque en aquellos años, 1943-1945, no existían los apellidos para los guerrilleros. Tampoco nombres propios sino los que cada “partiiano” elegía para sí y mientras durara la guerra.
O él en ella. Era su “nombre de batalla”, el que conservaba un día o mientras durase esa guerrilla que abarcó casi dos años de una lucha impar, que unos miles de jovencitos se atrevieron a declarar a los poderosos y fanáticos ejércitos del Tercer Reich. Y, de paso, contra las milicias de la República de Saló, nombre con el que los fascistas la autodenominaron por el lugar dónde se fundó, renegando de la Monarquía que, según ellos, había traicionado a la Patria.
Muchos centenares de guerrilleros cayeron en esa triste guerra sin que alguien pudiera, una vez que ésta terminara, reconstruir, salvo deducciones, anotaciones, algunos borradores o testimonios y referencias, su verdadero nombre y apellido. Sobre su tumba se esculpió su nombre de batalla y pasó a ser un “caído desconocido” de la guerrilla, otro de los cientos de miles “Caído por la Patria”. Alguien que, casi sin pelos en su barbilla, retornó al polvo, del cual vino, sin dejar huellas detrás de sí, salvo el apodo que él mismo eligió para sí, para los nazifascistas no pudieran identificarlo ni tomar represalias contra su familia.
Dejo a la imaginación de mis lectores el poder recomponer la figura de Yuanin, basándose en los datos que de él les voy dando a conocer a través de este libro y que rememoro escarbando en mi memoria por lo que me contaron quienes lucharon a su lado. Poco se sabía de su vida anterior a su enrolamiento en la guerrilla, sólo que había vivido unos años en uno de los más pobres suburbios de Turín donde, a fuerza de caricias y trompadas, había logrado ser el jefe indiscutido de una “banda”, una especie de “patota” más bromista que peligrosa, compuesta por muchachotes no del todo malos ni mucho menos perversos, que vivían de subterfugios, de pequeños robos que, según la estación del año en que se encontraban, consistían en hacer la “maroda” (robo de fruta en el campo); substraer algún dinerillo a campesinos distraídos que vagaban en las ferias de los pueblos de los alrededores; torcer, con gran pericia, los cuellos de las gallinas que descuidadamente se les acercaban; dar un bastonazo a algún conejo que asomaba su hocico afuera de su cueva; hacer grandes “asados” de choclos y papas entre las brazas de un fuego que encendían en las orillas despobladas de ríos y riachuelos, desde donde su vista podía extenderse lo suficientemente lejos como para prevenir desagradables visitas de los campesino. Además se habían especializado en “oler” a cualquier carabiniero que les rondara cerca, logrando desparecer de su vista en pocos segundos, como diluyéndose en la nada.
Y he aquí a Yuanin: de altura corpulenta, concentrada en un metro y ochenta centímetros midiéndolos desde los pies a la cabeza; unos impresionantes músculos advirtiendo a cualquiera de tenerlos muy en cuenta, so pena de pagar caro su atrevimiento de enfrentarlo; rostro ni afilado ni redondo pero un poco del uno y del otro; cabello negros pero más claros que su cutis; frente ancha con unas arruguitas alrededor de sus ojos de color gris-acerado. Ágil, y de una resistencia a la fatiga insólita y pasmosa. De costumbre alegre. Buen compañero con los amigos, cruel y sin piedad con los enemigos. Y… ya lo irán conociendo mejor según vayan leyéndome.»

Elio Reno Culasso, Yuanin. Salta: Gofica Editora, 2000.