lunes, 10 de octubre de 2016

Las puertas de la tierra, de Agustín Zapata Gollan (1937)




«Y en medio de la noche, como un desafío, los gringos reunidos a bordo cantaron en coro las canciones de la tierra lejana, frente a la ciudad que no había cantado nunca. Muchos años después, los santafesinos ­–que habían dormido siempre– recordaban que aquella noche no habían podido atrapar el sueño porque sobre el campanario de las iglesias donde revoloteaban los murciélagos y vozneaban las lechuzas, había pasado, libre y cándido, el canto de los gringos en un vuelo augural hacia el desierto.»



Agustín Zapata Gollan, Las puertas de la tierra. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral, 1937.


lunes, 3 de octubre de 2016

"Copla del mar", de Héctor Pedro Blomberg (1920)




«Había nacido predestinado al mar.
En la vieja ciudad donde nació, en 1879, oyera vagas leyendas de gentes fabulosas que habitaron aquel barrio de casonas melancólicas y viejísimas. Uno de aquellos seres lejanos habíase llamado Toscanelli, y sus manos trémulas y sus ojos casi ciegos habían compuesto cartas geográficas para un rubio marino de Génova, que descubrió el Nuevo Mundo.
Pablo Agostinelli quedó huérfano a los nueve años, y vagando de pueblo en pueblo, llegó a Nápoles, con los pequeños piés doloridos y manchados con el polvo de todos los caminos de Italia.
Fue su primer barco un velero griego. Después, en el rudo aprendizaje de las olas, conoció otros. Blancos bergantines cingaleses, con olor a especias y marineros color cobre, goletas escandinavas, tripuladas por rubios gigantes taciturnos; bricks ingleses; corbatas holandesas; pailebotes españoles…
Apenas se acordaba donde había nacido.


*
*      *

[…]
En la cueva subterránea de la calle 25 de Mayo bullía un rebaño humano, sudoroso y febril.
Agostinelli, bebiendo a sorbos su cerveza, miraba las figuras deformes, lamentables, de aquellas mujeres que se arrastraban lentamente entre los bebedores, las bocas desdentadas, los ojos cansados, y volvían a su memoria las visiones de los infiernos de otros puertos.
El mundo era grande, pero en todas partes era igual.
El pecho le seguía doliendo, y algunas veces, cuando tosía, escupía sangre.
Resolvió quedarse en tierra algún tiempo, hasta que estuviera bien.
¿Pero dónde encontrar trabajo en tierra? Fuera de las faenas de a bordo, lo único que sabía era cargar bultos y cocinar. Pero con el pecho destrozado por dentro, lo primero imposible.
Había oído decir muchas veces que en Buenos Aires no era difícil encontrar trabajo. Y sabía un poco de español.
El dueño de la fonda estudió el caso, y le aconsejó que se fuera a las colonias agrícolas de Santa Fé.
Y allá se fué Agostinelli, con sus dolores al pecho, contento por una vez en su vida de alejarse del mar. Ya no le perseguía el olor de los entrepuentes, ni el recuerdo de los negros enfermos de escorbuto, ni de los contramaestres que desmayaban a palos a los marineros.
Y al hundirse en las tierras llanas, doradas por el sol, bajo el cielo transparente de América, ya ni se acordaba de la canción de los pescadores de Nápoles, del llamamiento del mar azul:

“Vede o mare quanto é bello….!”


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Dos años estuvo Agostinelli en Santa Fé, rodando de colonia en colonia, trabajando, ora como cocinero, ora como peón.
Un día, cerca de la frontera santiagueña, conoció en un humilde velorio a una mujer flaca, morena, no fea, que gemía junto al cadaver amarillento de un peón que había sido asesinado la noche antes.
Ella y su hombre habían llegado de muy lejos al empezar la cosecha, y a él una noche lo mataron después de una partida de naipes.
Agostinelli ayudó a enterrar al muerto, y propuso unir su destino al de la solitaria.
Instaló un boliche, con sus economías y durante un año, secundado por la infeliz, trabajó en la tierra extraña.
En las noches cálidas, mientras ella dormía, Agostinelli se sentaba en la puerta del boliche y contemplaba a lo lejos la masa obscura de la selva dormida, las trémulas estrellas.
El pecho le dolía como antes. ¿Qué lejano parecía su pasado del mar! La colpa estaba muda en su recuerdo. Apenas se acordaba de aquella Lucía de la pensión de Amsterdam…
Lo único que a veces turbaba sus sueños era la visión de aquel muerto que arrojaron al mar cuando estaba preso en la sentina del vapor que iba a Charleston.
Durante un año todo fuë bien, y el ex-marinero juntó cerca de dos mil pesos, sima fabulosa para él, que siempre había ganado dos francos diarios.
Pero un día llegó la viruela a la colonia. El borde de la selva se llenó de cruces, y la sumisa compañera de Agostinelli cayó bajo la peste.
Cerró el boliche y la cuidó, sin asco ni temor, pero la pobre se fué una madrugada, mientras cantaban los pájaros en la selva.
Agostinelli la enterró piadosamente. En todas partes era igual. Cuando no era la pobreza, la miseria, era la muerte.
Abandonó el boliche y se fue a Buenos Aires.»


Héctor Pedro Blomberg, “Copla del mar” en Las puertas de Babel. Buenos Aires: Cooperativa Editorial Limitada. Agencia General de Librería y Publicaciones, 1920.

Imágenes:
“Velero iluminado” (1955) de Benito Quinquela Martín.
Fotografía de Héctor Pedro Blomberg.